UN HAIKU EN EL SILENCIO DEL MUNDO, por: Jack Farfán Cedrón

 


Imagen: https://espanol.buddhistdoor.net/haiku-y-zen/


UN HAIKU EN EL SILENCIO DEL MUNDO

 

Por: Jack Farfán Cedrón

 

Nadie ha recorrido este camino, salvo el crepúsculo”, reza el famoso haiku de Matsuo Bashō, maestro del haiku, quien recorría los campos en busca de inspiración. Se dice de él, que sus discípulos le pidieron en el lecho de muerte que compusiese su último haiku, a lo que respondió que el último haiku no estaba escrito todavía.

El arte del zen, como el arte del arquero y de la trayectoria que sigue la flecha para dar con el blanco es tan milenario como la misma existencia del Buddha

La preciosidad del haiku reside en lo que no dice, más que en lo dicho. La poesía de la ausencia, del punto en blanco que deja el universo en cada uno de sus meteoros incinerándose, para constelada fortuna.

El haiku corresponde a una composición poética cuyo primer verso consta de cinco sílabas, el segundo de siete y el tercero, que es un rayo luminoso indicando el desenlace del rayo inspirador, de, nuevamente, cinco sílabas.

Se dice que el haiku representa el paisaje que viene sucediendo en el ahora vívido que está transcurriendo; es presencia real, táctil, de cada uno de los movimientos fluyentes de la naturaleza. Lo mismo sucede con los pequeños relatos zen, a diferencia de que estos llevan siempre una moraleja como desenlace; nos dan el precioso legado del buen actuar de los seres humanos en pos de esa liberación del cuerpo, a través de un espíritu mucho más calmado, que aspira, mediante el satori o rayo luminoso, el despertar de la conciencia, al nirvana.

Cuando un alma muere, todas las almas de la esfera celeste mueren; cuando el oleaje revienta en rompiente furia sobre las rocas de los acantilados, todos los mares del mundo hacen lo mismo al unísono, en una música silenciosa que percibe el ahogado.

Borges decía que, al pronunciar un verso de Shakespeare, somos el mismo Shakespeare. El flujo de los estigmas cambiantes se unifica en el lastre rosáceo ondulando en la línea del horizonte que hace el equilibrio de todo cuanto acaece.

Todos somos uno, todos respiramos bajo el mismo ritmo de las respiraciones. Si oscilas junto con las arboledas, serás esa cadencia universal que te lleva junto a todas las cosas del mundo, a una música arrulladora, como una adormidera ludiendo “un instrumento fantasma” (César Moro iluminó este precioso verso).

El haiku es separación del espíritu, para compenetrarse con la naturaleza, que sucede en el momento presente. Somos el diente de luna que derrama un hilo de sangre incolora en los ojos entornados.

Podría ser esa línea en blanco que sólo sucede en una suposición fantasiosa que no podemos aprehender con la escritura, lo que realmente encierra la cábala del elemento designándose a sí mismo, para separarse de su cosidad y refulgir la luz del espíritu que evoca.

Ahí que lo no dicho deje el vacío temporal de ese espectro que se va sin dejar rastro. Ese monje, que, tocando la divinidad, se inmola de cuerpo y espíritu hasta trascender las barreras espirituales que entraña el nirvana.

Un apunte ciego, un minimalismo arquitecturado con la sombra de una gema y la luz trascendida en la distancia de la gota royendo la geoda interior del fuego alquimista que cada ser lleva consigo, hasta los límites ultraterrenos de lo no designado todavía.

Mito y transgresión, sublimidad recorrida al toser de un demiurgo, ¡recorre los caminos! El haiku es sombra de la luz, piedra lunar espaciando geiseres rutilantes a través de un paisaje incendiado por suaves tormentas escamadas de oro.

Decir, mejor, que un objeto, como un pimiento, posee alas para vivificarlo para siempre en libélula; ensalzar la piel del crepúsculo en una línea que se confunde con la grafía que estamos tratando de que ocurra.

El haiku es candil quieto por un instante de eternidad, así como su oscilación que lo hace suceso, acción flameante, emérita causa flotante de la llama que designa su luz, que ilumina la oscuridad de la senda.

Así como se sublima el acto de andar deslizados durante esa belleza del campo que ha apagado todos sus objetos de búsqueda humanos, las lámparas prodigadas por Dios en lo alto encienden la luz interior de los hombres.

Qué bueno que cada cíclico destino y lo que encierra en sus actos, se repita, como el destino circular del mejor amigo del hombre, el perro.

Las costumbres, por pequeñas, si son hechas con amor, tienen la propiedad de hacer de quien las ejerce, personas felices.

El ritual desaparece, y cada vez que practicamos el mismo acto con amor, hay una como variación de los actos que se bendicen a sí mismos, para bendecir, a su vez, al ser que los practica.

Karenin, el perro de Tomás, en la novela de Milan Kundera, La insoportable levedad de ser, encontraba a todos los días, dichosos, al llevar en su canasto agarrado a su hocico, desde la panadería, junto a su amo, el pan de cada día. Ese acto ritual de repetición diurna que el ojo nocturno entrevé durante el sueño, acaecerá en la vigilia, se ve.

Cada hombre es la más bella creación; cada criatura salvaje y sus berridos, el milagro más fabuloso sobre la tierra.

Si estás cansado, detener tus fuerzas en pos de otros nuevos ideales y creaciones, merece contemplación.

¡Qué real es todo, cuando repasamos todo lo trajinado!

Hay pasajes que uno se los había pasado por alto, por la premura de nuestras obligaciones creativas. Hay recuerdos, palabras como historias abriendo otros pequeños mundos escondidos; crípticos, sublimes, improvisados, reapareciendo, que se esfuman con la sobriedad de una mirada bien disimulada.

Ella reaparece, durante el instante más inesperado; ella juega con los ritmos salvajes que la corriente del cuerpo transmite en el otro: esa luz desvelada, como cuando al cerrar la puerta de un vehículo la electricidad del cuerpo nos hormiguea el brazo, esa luz indagadora es omnipresente.

El rayo caerá durante la tempestad, calcinará un árbol, un cristiano o un perro flotante en un charco.

Y quedará siempre el espíritu que ha obrado con bien durante toda su vida.

Ese momento que casi siempre se resume en la última frase pronunciada, durante el sueño moribundo de los justos.

 

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