La llamarada de la verdad (reseña), por: Jack Farfán Cedrón

 

La llamarada de la verdad

                 (reseña)


Imagen:  https://babel.banrepcultural.org/digital/collection/p17054coll3/id/83/


Por: Jack Farfán Cedrón

 

                 Once poetas franceses



Edición bilingüe. Selección y Prólogo: Anne Lauyot
Traducciones: Andrés Holguín.
Instituto Distrital de las Artes–Idartes
Edición Panamericana Editorial-El Áncora Editores
Colombia, 90 págs.
Una amigable iniciativa de “Libro al viento”, Campaña de fomento a la lectura, de la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte y el Instituto Distrital de las Artes- Idartes.

 

Once poetas franceses, edición bilingüe es una apuesta editorial de los gobiernos de Colombia y Francia que, en 2017, denominado Año Colombia-Francia, rindieron culto a esta preciosa selección de la mejor poesía francesa.

La primorosa antología estuvo prologada por Anne Louyot; las traducciones estuvieron a cargo de Andrés Holguín. Lleva, además, clásicos dibujos antiguos en cada frontispicio a los once dioses de la poesía francesa.

La pregunta del gran poeta francés Charles Baudelaire: “¿Qué es un poeta sino un traductor, un descifrador?”, usada en el prólogo de Anne Louyot para el presente libro, nos hace reflexionar acerca del poeta, visto como una esponja de mar cuya absorción de todas las vicisitudes sociales acercan al lector a lo más extenso de la maravilla, paradójicamente encharcada en un vano de estrellas.

Cuitas, emociones, desavenencias, paseos bohemios, tertulias, aun dentro de patrias genocidas y lectores despatriados; limitaciones. Ello ha sido siempre el detonante para la creación de los mejores textos de la poesía universal, producida en Francia. Tenemos, por mencionar algunos: Una temporada en el infierno (Arthur Rimbaud); los Caligramas (Guillaume Apollinaire); Las flores del mal, de Charles Baudelaire, llamarada de la poesía; por citar las más leídas e influyentes.

La poesía de un escritor, en suma, es el retrato de su vida.

Pero, continúa el prólogo, citando Louyot a D’Alembert: “¿Qué puede comprobar la poesía?”. La respuesta es: nada. La poesía es para quien la necesita. No debe ni puede comprobar nada. No tiene obligación más que la puramente estética. Y la belleza, si trasluce verdad, como en “Oda a una urna griega”, de John Keats, es cierta.

Vivimos de certezas; pero, las más de las veces, aun la misma certeza es efímera, como sus filósofos, quienes a diario la propugnan en sucesivas caídas existenciales. Porque acaso la filosofía, amor a la sabiduría, ¿existe de manera inmutable?

La poesía siempre fue una fiera. Se defendió de la crítica, de la religión, de la filosofía, de la cruel llamarada de esos argos censuradores, de los gobiernos diestros o zurdos; de esquizofrénicos que apuñalan obras maestras, sólo por su miserable tara cerebral ofuscada ante literatura que implica, por encima de todo, revolución estética, desde antiguo.

La poesía, para propalar, en defensa de lo bello, su inmarcesible magia entre los dones la más prístina, es y será esa fiera inextinguible, llamarada de la verdad a mansalva; oscura cuando la fuerzan con tecnicismos; traslúcida cuando, velero del verso simple, pluma de fuegos etéreos, se asienta en la verdad bien dicha, mujer iluminada, idea del verbo.

Se percibe lo intuitivo en ella. Ya desoyendo al pretérito tiempo circular, del que es ama y señora. Poesía, enseñoreándose en el espacio sideral, rumor genésico, despunta sus bríos sobre lomos oscuros de los caballos del sueño.

Virgen preciosísima de la noche, íntima almohada donde esparce una hoz de plata su noche estrellada. Dicta a los soñadores su más delicioso maná rítmico, al paso veloz de la existencia.

¿No sería acaso tentativa de ofensa hacia el Señor, cuando aquel poeta maldito, Baudelaire, ante cuatro gatos lanzaba su llamarada verbal, flores malignas que urden en su poesía, acaso las verdades más puras?: “Tú me diste tu barro y en oro lo troqué” (Baudelaire, en el “Proyecto de epílogo” a Las flores del mal -citado por Louyot). Continuando con el prólogo, Anne Louyot, comisaria francesa, continúa: “Esta oscilación entre duda y orgullo caracteriza a la poesía francesa durante toda su historia” (Louyot, 2017, p. 9).

¿Acaso el malditismo no sería una verdad sagrada? ¿La flecha que en su viaje veloz hacia el blanco de las obras maestras va cortando el aire que la evoca? Y, al llegar a buen puerto, las transmigraciones estelares trocaran a desmedro de que la mejor prosa es siempre y lo será, poesía, llamarada que jamás se extinguirá de la sabia verdad de los hombres.  A continuación, un breve repaso biográfico de los once aedas selectos que con el paso firme de la poesía cambiaron la historia de todos los versos cuyo viaje trastocó el mundo terreno.

            François Villon (1431-1463?). Genio, por sí solo, “el primer poeta maldito” (Anne Louyot, 2017, p. 10).

Louise Labé (1524-1566) fue la primera poetisa. Miembro del grupo Lyon, que la reconoce como tal. Poeta amorosa, con amplia libertad formal para expresar los altibajos del alma.

Víctor Hugo (1802-1885) otorga una “dimensión heroica y universal” (Anne Louyot, 2017, p. 11). La poesía de Hugo celebra un libro tan universal como la Biblia, a la vez que es una denuncia de las desavenencias que han mellado con injusticias a la humanidad.  

Gérard de Nerval (1808-1855) “encarna la fragilidad y el vértigo metafísico indisociables de la aventura humana.” (Anne Louyot, 2017, p. 11).

Charles Baudelaire (1821-1867), quien, solo ante el único aplauso de un espectador inauguraba, genio albatros, la más pura poesía elevada a esos “bosques de símbolos” (Anne Louyot, 2017, p. 11 -citando a Charles Baudelaire), que en su Correspondencia invitaba al viaje sagrado de su efervescente verbo de iluminado, que llevaría y que sigue llevando al lector a inhóspitos lugares, sin moverse. Es nuestro ángel maldito que guía nuestras más sabias concupiscencias puestas en el desván de lo recorrido, de lo vital.

Stéphane Mallarmé (1842-1898), emblemático elegido, entre estos once poetas de paso luminoso por el parnaso francés.

Arthur Rimbaud (1854-1891). Uno de los singulares casos de poeta prematuro, “vidente”, dios fueguino de mirada azul y a la vez perversa. Harto de su poesía de rapiña, terminó en África, sabe Dios qué oficios haciendo, que lo llevarían a una muerte, también prematura. Rimbaud quería “ampliar el territorio de la poesía y romper las barreras de la erudición” (Anne Louyot, 2017, p. 11). Amante de Paul Verlaine, quien le disparó en la mano, Rimbaud representa un ícono de la poesía maldita de esa parvada de malditos franceses que arriesgaron el todo por el todo; ebrios atilas naufragando en las procelosas aguas espantadas y proteicas de lo que efervesce, lejos de la civilización.

Paul Verlaine (1844-1896) se convirtió al cristianismo luego de una temporada en la cárcel. Y su infierno elegido, la locura insalvable de su amor uranista por ese muchacho terrible, Rimbaud, lo llevaría a calmas aguas sobre las que por fin se quedaría tranquilo.

Isidore Ducasse, conde de Lautréamont (1846-1870), nacido en Uruguay, “autor de una obra alucinada” (Anne Louyot, 2017, p. 12). Fue el primer poeta, que influenció su semilla surrealista y patafísica (Alfred Jarry a la palestra. Después urdieron monumentos: Ulises (1922), de James Joyce, por citar un ejemplo).

Jules Laforgue (1860-1887). “También nacido en Uruguay” (Anne Louyot, 2017, p. 12), cultivador del verso libre y de la melancolía, entrecruza palabras alumbradas por un “simbolismo desencantado” (Anne Louyot, p. 12).

Guillaume Apollinaire (1880-1918). Su poesía es una denuncia de los horrores de la guerra. Autor del famoso caligrama “El surtidor y la paloma”. Dios oculto por el puente Mirabeau, descorría la larga cabellera que urdió en su poesía, como maquinando los pavores del mundo con la pureza formal de una poesía elaborada.  

Leed a estos once pequeños dioses aquí cantados para el Olimpo de la poesía francesa que dio la vuelta al mundo y que cantó su verdad, paradójicamente hablando, a ciegas, lejos de una enfangada realidad que siempre la ofuscará; o, al menos en su intento, será catapulta que la haga gravitar hasta el éter llameante de la belleza: la única verdad de los hombres.

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