"NUESTRA CASA, LA TIERRA", by: Jack Farfán Cedrón



Imagen: "Distrito de Jesús". El autor del post.

H
ace algunos años leí una carta que me alarmó. Era un jovenzuelo voraz en cuanto se refiere a la lectura. Todo libro que caía en mis manos era leído de un tirón, incluso algunas notas pintorescas de los periódicos. Noticias, entradas de diccionario; el lenguaje luminoso que tejen las nubes a mediodía; las palabras del viento trayendo glorias perdidas; el batir secreto de los cipreses, de camino al cementerio; el dolor de la tierra que no habla, pero que late en nosotros, como un reloj de arena futura e insondable.
    Hoy, señor ya, no ha cambiado en mi modo de vida ese buen hábito por la lectura. Pero me alarma que se derriben bosques completos para publicar millonarias tiradas de libros liderados por el monopolio editorial. Sólo para que se tenga una vaga idea de cuánta agua, lejía (Hipoclorito de Sodio), entre otros insumos químicos se gastan para producir una sola hoja de papel, es alarmante. La revolución digital es una buena alternativa que no debemos desaprovechar para cuidar y conservar nuestros pulmones terrestres, los bosques.

    Mas, de los duelos a punta de arcabuz a las guerras de drones, no hay años luz de diferencia, en cuanto a matarnos unos a otros, doblegándonos a la banalidad, al consumo desmedido de recursos y a la acumulación de datos, que nos van convirtiendo gradualmente, y por selección natural, en monstruos de ojos desorbitados y saltones, de largos dedos, pegados a las pantallitas móviles.

    Las redes sociales, lejos de adoctrinarnos en la lectura, nos vuelven criaturas de la brevedad. Queremos, al nacer, volar sin aprender a caminar, en una competencia insana de quién es el que acumula más data en el ordenador, en el teléfono móvil o tablet.
    A medida que tenemos más acceso a esa monstruosa Biblioteca de Babel visionada por Jorge Luis Borges hace casi ochenta años, nuestro cubículo andante, nuestra jaula que empodera a la gran jaula viviente que es hoy el mundo digital, enriquece de manera magnicida las grandes compañías “sociales” que plagan de violencia, pornografía, estafas, suicidios y satanismo de secta, con mucha pena, a los más jóvenes.

    La brevedad del salto, la lectura instantánea, las pepas para el insomnio y la poesía de autores advenedizos que venden likes al mejor impostor en falsete, pregonan un mundo sin salida; una jaula lívida donde las paredes de vidrio filmadas por drones invisibles, desde alturas remotas nos acechan, como lo predijo George Orwell; vigilan y explotan hasta volvernos personas miserables, esclavos de la transformación contemporánea, a costa de sangrarnos como sanguijuelas, no el cáncer, sino lo poco de buenas personas que nos queda. Los unos a los otros, ignorándonos, envileciéndonos, dañándonos, hiriendo nuestra privacidad a mansalva, en una feroz inquina que inevitablemente nos convierte en rediles sangrientos, marchando al averno de la destrucción, al mar de la inconsciencia, en un mundo cancerado por la pequeñez mental de cápsulas cibernéticas; toda la basura prefabricada para adormecernos en un torpor irreal, borrachera de vicios sedentarios de cibermercado.

    La carta a la que me refiero era de Gabriel García Márquez; y con ese estilo limpio y cargado de imágenes proféticas, recuerdo, puse aquella vez la pelusilla en remojo que llevaba por barba. Más o menos describía un mundo desertificado, dañado por la explotación criminal de nuestros valiosos recursos. Guerras fratricidas por agua, desnutrición a nivel mundial; hambrunas, pestes, canibalismo en un mundo en donde trata de ejercer poder el mal en llamas. La decadencia de un planeta devastado por lobos inconscientes devorando su propia especie, el hombre.

    Hoy por hoy, esa alarmante carta de nuestro Gabo, cada vez más se va aproximando a lo que conocemos una profecía, convertida en una realidad inminente: nos estamos yendo a ya sabemos dónde. Regresemos de esa Comala en llamas, retornando del infierno con nuestra frazada Tigre®, para abrigar al desvalido, como en la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo.

    La minería ilegal degrada bosques gigantescos en la selva peruana, a vista y paciencia de nuestros gobernantes. Los bosques vírgenes de montaña, manejados, más por la ambición de cultivar, de parte de agricultores, cuyo único sustento es comer de lo que siembran, se va desgranando en lo que es, grave erosión de laderas; uso inadecuado de técnicas agroforestales; sobre todo, donde la práctica de tala, roce y quema de bosques, degrada, erosiona, y finalmente, desertifica suelos de toda índole; extermina toda fauna silvestre y destruye microclimas y nichos ecológicos que por cientos, o aun miles de años mantenían respirable un planeta cada vez más enfermo y apostemado.
    Un planeta explotado por sus propios amos; donde, a parte del daño irreparable de la naturaleza, de los pulmones de la tierra, el mal se extiende a degradación moral. Prostitución, criminalidad, exilios, tráfico de drogas, corrupción, mentira entre los ojos enemigos. Egoísmo; entre otros males latentes.

    De a pocos, llegará el día en que, monstruosos sobrevivientes a una masacre magnicida, sobrevivamos devorándonos los unos a los otros, en una feroz hambruna, donde las ratas serán manjar; donde algunas pocas gotas de agua, tan valiosas como diamantes últimos de un dominio dormido, aplaquen la sed resquebrajada de los hombres últimos del mundo: asesinos de su propio hogar, la tierra devastada.

    Aún da vueltas por mi cabeza esa fría, espeluznante carta que ya no he vuelto a leer, ni recuerdo dónde se extravió, por miedo a visionar en tiempo real una realidad que está sucediendo: la fatalidad destructora de nuestra única, amada casa, la Tierra.
    Pero como la esperanza es lo último que se pierde y el intento por mantenerla lo más parecido a la suerte mendaz; nos resta un poco de criterio; un poco de esa palabrilla tan usada estos días, eso que llamamos sentir el dolor ajeno, la empatía. Quizá ello resuma lo que el Salvador nos legó, clavado en una Cruz sangrienta por salvarnos: “amar a tu prójimo como a ti mismo”; “amar a tu hermano hasta que te duela”; y por qué no, también amar nuestra única morada terrenal, donde la blanda sepultura haga crecer un frondoso árbol tras nuestro último suspiro; un árbol de vida con los detritus salvajes de nuestros más nutritivos huesos en la tumba, sin sueños.

    La tarea es ardua, costará sudor y lágrimas. Pero qué camino es corto, cuando se trata de salvar al mundo, como Cristo resurrecto, que padeció para salvarnos. Devolvámosle la dicha de salvarnos a nosotros mismos y al mundo que a diario nos ilumina mensajes en las nubes secretas; milagros cada vez más visibles en el resumen del pacto divino con Dios: el arco iris del que ama hasta dolerse en la Morada Sagrada del Señor.

Jack Farfán Cedrón

Cajamarca, junio 2, 2022.



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