EL FUEGO DE LA EXISTENCIA, by Jack Farfán Cedrón

 


 


Imagen: William Blake


    N
ingún intelectual se debe a su terruño, ni a su morada o a su patria; no a las babas del reconocimiento; no a los lectores que nunca opinan un carajo, ¡no! Los intelectuales no se deben, en suma, a nadie, excepto a su trabajo. De seis a seis, sin excluir domingos.

Mientras haya incendios, inundaciones, terremotos, bombardeos, deslizamientos, política; antes, mucho más debe trabajar, como un negro el intelectual. Las pocas horas que le restan del trabajo con el que se gana la vida; esas, debe aprovecharlas a toda máquina. Aquí, en esta dura pelea de natos escritores y máquinas pensantes no hay tregua, no hay descanso, no hay padrinos, no hay vara. Ni siquiera hay un plato rajado en que beber agua, como gato; o beber la luna de agua sobre el plato lechero.

Si te atrofias como un nigromante, encerrado en la cueva de las sombras etéreas, ese no es problema de los otros; es sólo tu problema.

La vida bulle, quema, arde, se incinera. Se están matando allá afuera. Pero nadie te ha dado la orden de que te detengas. Son 42 k, y algo más. Si diste la primera zancada, estás sumido en el Partenón de muchedumbres ciertas que te dicen: ¡Tú puedes! ¡Como un demonio, no te detengas! Persigue, a zancadas, lo que resta de sombras asesinas y pedestres. Te siguen para devorar tus terrores. La carrera literaria es un palo en el cerebro. No eres pugilista, cierto; no eres Hulk, de acuerdo; no eres Sansón, no. No eres Hemingway; no eres Vargas Llosa; pero podrías ser Salman Rushdie: pirata de ultratumba a quien una sola mano; un solo dedo, un solo ojo; o cuanto más, dos dedillos le sobran y le bastan para aporrear a los imbéciles, a los enajenados, a los que persiguen sanos ideales; a los catecúmenos, a los asesinos de la natural barbarie que podría destaparte los sesos de una sola patata de mula en la cabeza: escribiendo en un país de cojudos.

            El recorrido es agreste; pero ya que nos hemos sumergido, no queda otra que usar los cinco dedos de furia, y partirle la madre a la página blanca. 

El talento no es nato, se trabaja a punche, a diario, a la hora, al segundo, al átomo cronológico. Los paisanos ni los lectores hacen que uno sea buen escritor. Ni siquiera los hermosos sueños dentro de los sueños: estados de oniria que podrían, como que no podrían, ser el detonante o el chorreante de la fábrica de ideas. Cagar ideas. Hermosos cuadros, pintar debes. Formidables textos. Escribir debes. Asombrosos solos de quena hechiza. ¡Toca, tasca, rasga y triza el piano hasta que tus malditos dedos sangren! (parafraseando a Bukowski).

Los podría haber sido, los pudiera ser, los debería, pueden tranquilamente excretarse por donde no llega el sol; mearse, por el mismo orto del nueve. El problema y a la vez la dicha, es ¡seguir!

“No me vengas con que tu talento es comparable a”, decía un pintor y paisano que pintó hasta el día 31 del último centenario de su fabulosa existencia. También me lo dice, cada vez que tengo la gloria de encontrármelo, un honorable viejecito, que sigue zapateando, ya casi a sus cien años. De él se dice que conoció, ni más ni menos, que, a un formidable embustero literario, quien hacía reptar los sueños de sus compañeros en el colegio; más aún que los almidonados maestros.

Chamán, pateaba la chalaca a unos tres metros del enemigo. Adivino serial, brujo de estas lides que en algunos libros decía, ora ser de un pueblo; ora haber nacido en otra comarca, en otro altercado de pulgas muertas; donde, para ir al infierno, como en Comala de Rulfo, se tenía que regresar por una frazada. A su muerte, este embustero literario nos legó la mejor lección de toda la literatura: el fuego de la existencia.

A unos metros está discurriendo el agua de la creatividad. Aproxímate un paso, dos; un metro, otro más. Los kilómetros que vas devorando no son nada. Corres a velocidad demencial, mientras los campos derruidos por el tiempo describen tu historia. 

Los lectores ni siquiera opinan; los lectores se asombran con lo que escribes. Y tú no estás ahí, en esas bellas páginas como mensajes dentro de una botella echada al mar; a lo largo de las páginas. No estás, para agradecérselos, ni ellos quieren agradecértelo. ¡Sigue!

Las cerezas todavía lucen verdes, las zarzamoras del idealismo rodean cercas baldías. ¡Sigue! Los homenajes no hacen al artista, hijo, redentor, baluarte, ejemplo, alcaide ni príncipe del pueblo donde todos los mulos son analfabetos por desuso, y tú eres el único maestro en chanclas. Son cero a la izquierda quienes ladran mientras corremos. El escritor, solo, se rompe los lomos; se gana la admiración, el respeto. Todo ello para elaborar un rollito de reconocimientos y metérselos por el oxipucio al mejor cagón de cubículo, o al mejor concurso de muertos.

Así es el trabajo del intelectual, del estudiambre eterno, del discípulo de Ribeyro; del cholo de mano de la princesa poetuza que escribe poemas bajo la lluvia panegírica.

El trabajo bien hecho, se lee, como quien reza; cae como perlas silenciosas y arruina el collar de perras de la princesa que no es más que su cuerpo desnudo, sin joyas que la hagan valer lo hermosa que es, siendo pobre. Sólo cae la miel; y aunque no pruebes ni gota de ella, alumbra con el almíbar de su propia dulzura, tus ojos embelesados por su belleza interminable adorando la existencia fluyente. Así es la literatura. Ve donde otros imaginan, escarba donde nadie cree que está enterrado el diente gentil de oro. ¿Tiene bellas esperanzas la literatura? ¡No tiene por qué tenerlas! Y los lectores lo saben.

Hay muchos pergeñando sus mejores intentos; otros logran textos bien parecidos. Y hasta, hay, los que departen clases sin haber clavado un clavo sobre el harnero de los intentos fallidos. “Son los más”, diría Pellejo. Hacen bien su trabajo. ¡Bravo! ¡Ese es mi artista! Ello no los hace merecer la gloria. No la necesitan, supongo. Es como erigir un digno mausoleo al muerto. ¿Para qué?

 

Fuga

 

El pueblo adonde todos retornamos; la extrañeza experimentada en la ciudad de las luces; el duro pan de la guerra; los laureles de la humillación; las lágrimas del vate santiaguino al espectar la condecoración orlada en el saloom cagado de los imbéciles. Aquí, escribiendo mientras se caen los cerros, mientras el mismo cielo se viene abajo y las puertas férreas de toda voluntad, ya no quieren asomarse a quien no los merece. Aquí, de rodillas al Templo que devora a los mismos shapingulertos salvajes; esclavos del vicio interminable de su esclavitud que los vuelve miserables. Aporreando salvajemente a los mediocres de cubículo, edículo de tarados de cumpleaños; y pluma fuente, para firmar contratos con la modorra de joder al más huevón. Aquí, mientras el mundo se despedaza; mientras los laureles babosos de la humillación derraman fideos de mierda sobre las cabezas de los que creyeron en la utópica gloria que les vendieron por cuotas, hasta el pescuezo. Aquí, en este palco de dos tablillas, enfriándome las posaderas; eso sí, con el espíritu henchido hasta las mismas estrellas que alumbran la noche incesante de las mismas bestias ojonas del culo. Aquí, soportando mentiras, embustes, aplazamientos; el mojón que no se nos debe ni la catapulta merecida. Aquí, aguardando que llueva mierda sobre las cabezas de los imbéciles. Como vacas sagradas, arrogándose una gloria utópica, un embuste cargado a la tarjeta de crédito, con el cuento del escritor famoso, al que le llueven en la testa diplomas, medallas, pergaminos, publicaciones, reconocimientos y la vicuña campaneando su cencerro, por los cerros, donde un laureado novelista preguntó si ahí, en ese pueblo existía la literatura. Mientras son injustos y olvidan, que, sin aspavientos, sin nada ni nadie, el verdadero intelectual trabaja como negro; del alba al alba, sin tiempo en la cab
eza, hasta el mismo fuego oculto de la existencia.


Jack Farfán Cedrón

[Abril 14, 2023]

Comentarios

Entradas más populares de este blog

"La muerte inevitable de la memoria", prólogo a EN EL REINO DEL SOL MORIBUNDO, de Javier Farfán Cedrón

La 'música de cámara' de "Catorce Piezas", reseña del libro de cuentos de Javier Farfán Cedrón

El triste oro del tiempo, by Jack Farfán Cedrón